Se acostumbra a pensar en el cine a partir de las convenciones occidentales que se consolidaron a raíz del éxito comercial hollywoodense. Por ello, parece que hay cierta dificultad para pensar en el cine oriental o, al menos, acotarlo dentro de los conceptos que se aplican con rigor, supuestamente, al séptimo arte en general.
El cine oriental es un asunto aparte. Rompe con todos los esquemas conocidos, tanto estructurales como narrativos. No porque busque generar fisuras en éstos o nadar contra corriente, sino porque su propia concepción del arte audiovisual es independiente de Hollywood y, en general, de las manifestaciones artísticas de Occidente.
Hay una diferencia en particular que es importante destacar. El cine oriental tiende a necesitar siempre de un espectador activo; sucede lo contrario en el cine occidental. Esto puede constatarse desde la estructura de las cintas.
Por ejemplo: en el cine de Hollywood, es muy común encontrarse con conversaciones entre personajes que se graban siguiendo un mismo eje. Es decir, vemos de frente a un personaje que le dice algo a otro; luego, a contracampo, vemos a ese otro personaje responder lo que el primero dijo. Y así sucesivamente, de un lado a otro, puede llevarse a cabo una conversación larguísima.
No hay complejidad en el asunto. No se necesita hacer ningún esfuerzo para comprender lo que ocurre entre un corte y otro.
En cambio, si esa misma conversación fuera vista en una película oriental, los saltos espaciales entre cada corte podrían llegar a ser tan extremos que el espectador tendría que estar participando activamente para asimilar lo que ocurre en la pantalla. Es mucho más estimulante, por supuesto.
Y si eso sucede con una simple conversación, basta con imaginarse lo que ocurre en momentos de alto dramatismo…
No obstante, esta reflexión finalmente parte desde mi experiencia occidental del séptimo arte. Así que será mejor escuchar a una directora japonesa para aprehender esa otra mirada del cine que, en ocasiones, parece tan lejana.
Les dejo esta clase magistral de Naomi Kawase, ganadora de la Cámara de Oro del Festival de Cannes, en 1997, por Moe no Susaku, su ópera prima.
Por: Fernando Valdez
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