Los cines que viven en nuestra memoria
Es un dato conocido que el cine llegó a México casi de inmediato. Los hermanos Lumière patentaron el cinematógrafo en 1895 y un año más tarde, gracias a la obsesión del presidente Porfirio Díaz con la tecnología, el positivismo y las grandes sociedades de la época, los habitantes de la ciudad pudieron admirar tan maravilloso invento. Como breve anécdota se cuenta que muchos saltaron de sus asientos al sentir que un tren venía contra ellos, mientras llenaban de aplausos aquella primera sala colocada en el Castillo de Chapultepec.
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Los hermanos Lumière en un principio no creían que su invención pasaría de ser una simple novedad, pero el tiempo demostró lo contrario. Mientras tanto, en México, con el paso de los años se fueron erigiendo más y más salas de cine (debo aclarar que mis saltos de tiempo serán increíblemente largos, espero me disculpe el lector). Ya en una nueva época, a finales del siglo XX, nuestro país ostentaba salas de cine llamativas con hermosas marquesinas donde, según cuentan los que lo vivieron, el cine era una experiencia muy distinta a la que conocemos hoy. Todavía en el imaginario de algunas personas quedan recuerdos de cines como el Metropolitan, el cine Diana, el Palacio Chino y el cine Teresa que, al parecer, aún sigue en funcionamiento.
Yo provengo de una alcaldía que está en la periferia de la ciudad, para bien o para mal me tocó vivir mi infancia en los años 90 y encontrar un cine era una misión casi improbable, pero no imposible. En Magdalena Contreras cuentan que existieron dos cines, uno por el Foro cultural y otro, el que yo recuerdo con más nostalgia, fue un cine al que llamábamos Linterna Mágica.
El cine, como los libros, es un lugar capaz de cumplir las fantasías más elevadas o simples del espíritu humano; y, a diferencia del libro, tiene la capacidad de congregar a mucha gente. Coinciden también en lo siguiente: las personas pueden darle una lectura diferente a lo que miran en pantalla… o en papel, como pasa con la literatura.
Viví mi infancia con la esperanza de ver películas de caricaturas en aquel recinto que más que cine parecía teatro, todavía estaba una marquesina, gente comprando dulces en las afuera, grandes filas que se extendían hasta la calle cuando había estrenos, sobre todo porque sólo había dos salas y creo, de este dato no estoy seguro, que aún me tocó la permanencia voluntaria, había incluso algo de mágico en el chico de saco rojo que levantaba las cortinas para mostrarnos la enorme pantalla, tenía una encanto y un misticismo que ya no puedes encontrar en las salas de las grandes cadenas donde, al llegar, la pantalla está al desnudo y tu asiento ha sido seleccionado de antemano.
Ese cine de mi infancia es un fantasma del pasado, está abandonado desde hace años y fue el último cine de mi alcaldía. Los que estamos en la periferia también consumimos arte o entretenimiento, pero nos toca pasar más tiempo en el transporte público para poder acceder a eso. Por último, me pregunto si las butacas de la Linterna Mágica estarán envueltas en plástico, si su pantalla jamás volverá a mostrar una imagen, si los fantasmas de niños que crecieron en 1990 aún están ahí sentados maravillándose con la Bella y la bestia o algún otro filme.
Por: José C. Sánchez
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